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ISSN 1989-4163

NUMERO 129 - ENERO 2022

 

Aventuras de Carlos, Aspirante a Agente de Tercera de la DEA (VIII) - Por los Pelos

Joaquín Lloréns

Mi amigo Ricardo, ingeniero, tenía contactos de alto nivel en Guatemala y por ellos se enteró del gran interés del gobierno por incrementar las infraestructuras hidráulicas del país. Sabiendo que yo tenía acceso a través de un tercer amigo a cierto fondo de inversión importante de los Estado Unidos, me comentó el posible negocio. La idea era crear pequeñas centrales hidroeléctricas aprovechando algunos de los numerosos saltos de agua que salpicaban el país. Así pues, llamé a mi amigo Frank, el del fondo y acordamos dedicar un tiempo al asunto. Después de varios estudios previos y su aparente rentabilidad, decidimos viajar a Guatemala para concretar si el asunto era viable. La inversión que habíamos calculado era de unos 100 millones de dólares que aportaría el fondo.

De ese modo, hicimos tres viajes al país. Visitamos varios posibles emplazamientos y tuvimos varias reuniones con importantes miembros del ministerio de infraestructuras. El asunto tomaba claro impulso y en el próximo viaje probablemente firmaríamos los contratos con el Estado guatemalteco. Ya hacía cinco días que estábamos alojados en el hotel Real Intercontinental Guatemala y tras las tres estancias consecutivas, éramos conocidos. El director, José, nos trataba con la previsible atención pero con un trato que ya rozaba la amistad. El vuelo de regreso no salía hasta dentro de tres días y nuestras gestiones ya habían finalizado, con lo que no teníamos muy claro qué hacer con nuestro tiempo. Pensé que tres días en la ciudad era una pérdida de tiempo, por lo que se me ocurrió una idea mientras los tres bebíamos unas cushas en el bar del hotel.

  • Ricardo, Frank… ¿Por qué no vemos si hay algún vuelo a La Habana y nos vamos a disfrutar de unos rones en El floridita?
  • No sé –contestó Frank–. ¿No sería más relajado quedarnos aquí en vez de andar cogiendo vuelos? Si tenemos que viajar con escalas perderemos la mitad del tiempo en los aviones.
  • A mí no me parece mal –opinó Ricardo–. Encuentro muy aburrida esta ciudad y la verdad es que prefiero ron a la cusha.
  • Vamos a hacer una cosa –propuse–. Voy a llamar a mi oficina. Si hay algún vuelo directo hoy, nos vamos a disfrutar a Cuba.

Mis amigos estuvieron de acuerdo, así que, sin más dilación llamé a mi secretaria. Para mi sorpresa, en dos horas y media salía un vuelo directo a La Habana. Les informé a mis amigos y, tras deliberar unos instantes, decidimos ir a disfrutar una vez más de La Habana. En quince minutos nos encontramos de nuevo en el hall del hotel y, tras pedir un taxi, nos pusimos en marcha hacia el aeropuerto. El viaje iba a durar unos cuarenta minutos así que, al ponerse en marcha, nos pusimos a decidir sobre los planes que haríamos en “La llave del nuevo mundo”. Ya llevábamos veinte minutos en el taxi cuando me sonó el teléfono.

  • ¿Dígame?
  • ¿Don Carlos?
  • Sí, soy yo. ¿Con quién hablo?
  • Soy José, el director del Real Continental. –Su voz sonaba nerviosa–. ¿Están con usted sus dos amigos?
  • Sí, vamos de camino al aeropuerto. ¿Por qué?
  • ¡Menos mal! Han venido unos hombres a buscarles.
  • ¿Unos hombres?
  • Sí. Han aparecido tres coches con diez personas preguntando por ustedes.
  • ¿Qué querían?
  • Me temo que nada bueno. Supongo que ha corrido la voz de que son ustedes unos importantes inversores y el eco ha llegado a gente nada recomendable.
  • ¿Qué quiere decir?
  • Por los tatuajes que se les veían, creo que eran de la mara. Me temo que venían a secuestrarles.
  • ¿Cómo? – chillé sin poder evitarlo–.
  • No se les ocurra detenerse. No estoy seguro de si alguien del personal les ha dicho que van camino del aeropuerto. “¡Córranle!”

Colgué con la cara lívida y le pregunté al taxista:

  • ¿Cuánto queda para el aeropuerto?
  • Veinte minutos, señor.
  • Le doy 150 dólares si llega en diez.

Mientras el coche saltaba hacia adelante como si le hubieran inyectado un turbo, mis amigos me miraban desconcertados. En voz baja para que no escuchara el conductor les puse al día del intento de secuestro. Su cara reflejó auténtico pavor. Idéntico al que debía reflejar la mía. Los doce minutos que realmente tardamos en llegar al aeropuerto se nos hicieron eternos. No sólo por los secuestradores sino porque estuvimos tres veces a punto de estrellarnos con el coche, que corría a su máxima potencia. Le pagué la carrera con 200 dólares sin esperar el cambio y, tras coger los maletines, salimos corriendo como alma que lleva el diablo. Los minutos que transcurrieron mientras nos daban las tarjetas de embarque se nos hicieron siglos. Una vez con ellas salimos corriendo. El corazón me repiqueteaba como un gong hasta que pasamos el control de seguridad.

¡Por los pelos! Si no hubiera tenido la ocurrencia de viajar a La Habana y el vuelo hubiera sido una hora más tarde, nos habrían secuestrado y ¡a saber qué hubiera sido de nosotros! Nos habíamos salvado por apenas cinco minutos. Hasta que nos vevimos el cuarto ron en El floridita no volvimos a respirar con normalidad.

Como es lógico, jamás volvimos a Guatemala.

 

 

 


 

 

Mara

 

 

 

 

 
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